Mensaje radial del P. Dariusz Jósef Chalupczynski, en la solemnidad de Pentecostés, domingo 19 de mayo de 2024

La celebración del Pentecostés concluye la celebración de la fiesta pascual. Estos 50 días están unidos por el misterio de la resurrección y Pentecostés. No se puede separar estos dos acontecimientos, es decir, la Resurrección de Jesús del día del envió del Espíritu Santo sobre los Apóstoles. El Evangelio nos recuerda el episodio del Cenáculo, el día de la Resurrección, cuando Jesús vino a los discípulos allí reunidos y sopló el Espíritu Santo sobre ellos, y la lectura de los Hechos de los Apóstoles atestigua que cuando los discípulos estaban de nuevo en el mismo lugar cincuenta días después, el Espíritu Santo descendió sobre ellos. Esto nos indica claramente la unidad de los acontecimientos pascuales. Cuando escuchamos las palabras del Salmo, comprendemos que la acción de Dios, tanto en el día de la resurrección como en el de la bajada del Espíritu Santo, es la misma acción que se realizó durante la creación. Esto es lo que menciona el salmista, que está profundamente convencido de que toda existencia depende del soplo de Dios. Habla con humildad y temor: “Cuando escondes tu rostro, se espantan; cuando les quitas el aliento, mueren y vuelven a su polvo. Pero si envías tu aliento de vida, son creados, y así renuevas el aspecto de la tierra» (Sal 104,29-30).

Lo que sucedió en el Cenáculo el día de Pentecostés nos infunde esperanza. A partir de aquel día, todos los que estaban allí, todos ellos, salieron libres del temor que los paralizaba.

También hoy el Espíritu Santo libera nuestras almas marcadas por el miedo. Nuestras vidas a menudo están marcadas por el miedo y la ansiedad. Son muchos los miedos que nos acompañan en nuestra vida cotidiana.

En estos tiempos, indicados por el temor y desesperación, el Espíritu Santo viene a nosotros para ayudarnos en las horas de nuestro miedo y de temor; viene a contrarrestar la ruptura de los vínculos entre los hombres y la degradación de la dignidad del hombre.

Preguntémonos, entonces, ¿quién es para nosotros la Tercera Persona de Dios el Espíritu Santo? Busquemos las respuestas en las Escrituras de la fiesta de hoy.

Cuando hablamos de la Tercera Persona de Dios, a menudo usamos el título “Espíritu Santo”. Espíritu (ruah) significa soplar. Por lo tanto, se puede decir que el envío del Espíritu Santo es para nosotros un “toque” de Dios. Como importante es esta conciencia, porque en tiempos de creciente confusión, el sentimiento de seguridad que surge de la presencia de Dios añade consuelo. Aquí vale la pena recordar las palabras de Juan Pablo II, pronunciadas durante una de sus peregrinaciones: «Que descienda tu Espíritu y renueve la faz de la tierra, de esta tierra» (Sal 104). El Espíritu Santo es el que renueva, muestra nuevas perspectivas, da sentido a nuestra existencia. Es gracias a Él que podemos estar seguros de nuestras elecciones, tanto las cotidianas, pequeñas como las fundamentales, que determinan la calidad de nuestra vida. Si no sabemos qué hacer, preguntemos al Espíritu Santo: ¿Qué debo hacer? ¿Qué decisión tomar? Él nos dará una pista, porque para eso nos fue dado.

Cuando hablamos del Espíritu Santo, también nos referimos a otro título. El Espíritu Santo es también el Consolador, es decir, el que trae esperanza, consuelo, simplemente alegría. En nuestra vida, cada vez sonreímos menos, hay menos alegría. Cuántas veces nos gustaría llorar, hablar de nuestros dolores, problemas, fracasos o miedos. De hecho, resulta que estamos solos. El recuerdo de la efusión del Consolador, que se vive hoy, es una ocasión para darse cuenta una vez más de que ante el Espíritu Santo se puede lamentar, llorar y buscar consuelo. Por lo tanto, digamos a menudo: Consolador, corrige mi impotencia, consuela, muestra perspectiva, dame fuerza para disfrutar de una vida difícil. ¡Después de esta oración y entrega al Consolador, el hombre ve todo bajo una luz diferente!

Viviendo la solemnidad del Pentecostés, conscientes de los muchos peligros que nos acechan a nosotros y a nuestros seres queridos, de los temores sobre nuestro “ser mañana”, oremos con las palabras de la Secuencia:

Ven Espíritu Divino,

manda tu luz desde el cielo,

Padre amoroso del pobre;

don en tus dones espléndido;

luz que penetra las almas;

fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce huésped del alma,

descanso de nuestro esfuerzo,

tregua en el duro trabajo,

brisa en las horas de fuego,

gozo que enjuga las lágrimas

y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma,

divina luz y enriquécenos.

Mira el vacío del hombre

si Tú le faltas por dentro;

mira el poder del pecado

cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía,

sana el corazón enfermo,

lava las manchas, infunde

calor de vida en el hielo,

doma el espíritu indómito,

guía al que tuerce el sendero.

Reparte tus Siete Dones

según la fe de tus siervos.

Por tu bondad y tu gracia

dale al esfuerzo su mérito;

salva al que busca salvarse

y danos tu gozo eterno.

Amén.

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