Mensaje radial de Monseñor Juan de Dios Hernández Ruiz, SJ, obispo de Pinar del Río, en le X domingo del tiempo Ordinario, 9 de junio de 2024

Queridos hijos e hijas, soy Mons. Juan de Dios Hernández Ruiz, Obispo de esta zona vueltabajera.

En este Evangelio que acabamos de escuchar, Jesus nos enseña que la división nunca es buena. La división siempre destruye, no importa cuán buena o mala sea. Si nos encontramos divididos, todo lo que emprendemos se vuelve contra nosotros y no permite enfocarnos en nuestros propósitos. Por eso, Jesús afirma en otro evangelio que nadie puede servir a dos maestros, pues amará a uno y despreciará al otro.

Dios nos pide que le sirvamos y le amemos de todo corazón, y muchas veces fallamos. Él lo sabe. Conoce que somos débiles y, aun así, espera que lo intentemos con todas nuestras fuerzas, porque aguarda el momento en que reconozcamos que, para lograrlo, debemos contar con sus fuerzas y no con las nuestras. Es así que la lucha por el reino de Dios depende no tanto en aquello que hacemos y aquello en lo que fallamos, sino en cuánto confiamos en el amor y perdón de Dios que siempre nos está esperando.

Jesús lo perdona todo y quiere perdonarlo todo, pero si no nos acercamos a pedir perdón, ni siquiera Él puede perdonarlo pues estamos desconfiando de su amor por nosotros. O, si interiormente decimos que queremos recibir el perdón y exteriormente nos alegramos de seguir pecando, estamos divididos, y esta división nos llevará al final a la ruina.

El proyecto inicial de Dios fue entorpecido por el maligno. Caer en la tentación llevó al ser humano a romper sus relaciones con Dios (el hombre se esconde de él) y con el hermano (culpa a la mujer del pecado y ésta a la serpiente). Dicho proyecto inicial será reconstruido totalmente por Jesús, “el más fuerte”.

En esta segunda y definitiva oportunidad de salvación, el ser humano debe aliviarse con Jesús. Luchar contra la acción de Dios y de su Espíritu, cerrarse libre y voluntariamente a ella, es rechazar la vida, es estar libremente “fuera” de la casa, autoexcluirse de la familia de Jesús. Optar por él significa sentarse a su alrededor como discípulos que escuchan y cumplen la voluntad del Padre celestial.

Nuestra mayor alegría como sacerdotes es ser pastores, y nada más que pastores, con un corazón indiviso y una entrega personal irreversible. Es preciso custodiar esta alegría sin dejar que nos la roben. El maligno ruge como un león tratando de devorarla, arruinando todo lo que estamos llamados a ser, no por nosotros mismos, sino por el don y al servicio del “Pastor y guardián de nuestras almas”.

La esencia de nuestra identidad se ha de buscar en la oración asidua, en la predicación y el apacentar.

No una oración cualquiera, sino la unión familiar con Cristo, donde poder encontrar cotidianamente su mirada y escuchar la pregunta que nos dirige a todos: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?”. Y poderle responder serenamente: “Señor, aquí está tu madre, aquí están tus hermanos. Te los encomiendo, son aquellos que tú me has confiado”. La vida del pastor se alimenta de esa intimidad con Cristo.  (Homilía de S.S. Francisco, 23 de septiembre de 2015).

Perdón, Señor, por las veces en que nuestras actitudes se parecen a las de las familias sanguíneas de Jesús, o a las de los escribas. Perdón por las veces en que nos resistimos a reconocer el paso de Dios por nuestra vida, por las veces que nos cerramos a las sugerencias del Espíritu Santo.

Que María de la Caridad nos acompañe siempre.

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